Evangelio según San Juan 12,44-50
En aquel tiempo Jesús dijo con voz fuerte: El que cree en mí no cree solamente en mí, sino también en mi Padre, que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve también al que me ha enviado.
Yo, que soy la luz, he venido al mundo para que los que creen en mí no permanezcan en la oscuridad. Pero a aquel que oye mis palabras y no las obedece, no soy yo quien le condena, porque yo no he venido para condenar al mundo sino para salvarlo.
El que me desprecia y no hace caso de mis palabras, ya tiene quien le condene: las palabras que he dicho le condenarán el día último. Porque yo no hablo por mi propia cuenta; el Padre, que me ha enviado, me ha ordenado lo que debo decir y enseñar. Y sé que el mandato de mi Padre es para vida eterna. Así pues, lo que digo, lo digo como el Padre me ha ordenado.
Comentario del Evangelio
Aprender de los santos. En muchos pueblos se celebra hoy con especial devoción la fiesta de este santo laico y labrador. Como todos los santos, más que en sus virtudes, nos fijamos en la dirección a la que apuntan.
Los santos participan de la santidad de Dios mediante su fe. La nuestra nos sigue confirmando que el Padre y el Hijo son uno. Pero su unidad es amorosa y obediente, luminosa y esperanzadora. A fin de cuentas, nos consuela, en nuestra debilidad, saber lo que han intuido todos los santos:
que Dios, en Jesús, ha venido para salvar y no para condenar, para iluminar y no para fundirle los plomos a nadie.
Libro de los Hechos de los Apóstoles 12,24-25.13,1-5a
Mientras tanto, la Palabra de Dios se difundía incesantemente. Bernabé y Saulo, una vez cumplida su misión, volvieron de Jerusalén a Antioquía, llevando consigo a Juan, llamado Marcos. En la Iglesia de Antioquía había profetas y doctores, entre los cuales estaban Bernabé y Simeón, llamado el Negro, Lucio de Cirene, Manahén, amigo de infancia del tetrarca Herodes, y Saulo. Un día, mientras celebraban el culto del Señor y ayunaban, el Espíritu Santo les dijo: “Resérvenme a Saulo y a Bernabé para la obra a la cual los he llamado”.
Ellos, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron. Saulo y Bernabé, enviados por el Espíritu Santo, fueron a Seleucia y de allí se embarcaron para Chipre. Al llegar a Salamina anunciaron la Palabra de Dios en las sinagogas de los judíos, y Juan colaboraba con ellos.
Salmo 67(66),2-3.5.6.8
El Señor tenga piedad y nos bendiga,
haga brillar su rostro sobre nosotros,
para que en la tierra se reconozca su dominio,
y su victoria entre las naciones.
Que canten de alegría las naciones,
porque gobiernas a los pueblos con justicia
y guías a las naciones de la tierra.
¡Que los pueblos te den gracias, Señor,
que todos los pueblos te den gracias!
Que Dios nos bendiga,
y lo teman todos los confines de la tierra.
Benedicto XVI papa 2005-2013 de la encíclica Spe Salvi, § 26 «No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo»
No es la ciencia la que rescata al hombre. El hombre es rescatado por el amor. Esto es válido ya en el dominio puramente humano. Cuando alguien, en su vida, hace la experiencia de un gran amor, para él se trata de un momento de «redención» que da un sentido nuevo a su vida. Pero, muy pronto, se dará cuenta de que este amor que le ha sido dado no resuelve, por sí sólo, el problema de su vida. Se trata de un amor que sigue siendo frágil; puede ser destruido por la muerte.
El ser humano tiene necesidad de un amor incondicional. Tiene necesidad de poseer la certidumbre que le hace decir: «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto, con una certeza absoluta, entonces –y solamente entonces- el hombre es «rescatado», sea lo que fuere que le suceda en un caso particular.
Es lo que se quiere decir cuando se dice: Jesucristo nos ha «rescatado». Por él hemos llegado a ser, ciertamente, de Dios –de un Dios que no es una lejana «causa primera» del mundo- porque su Hijo único se hizo hombre, y de él puede cada uno decir: «Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Gal 2,20).