Avisen a mis hermanos que vayan a Galilea allí me verán Vigilia Pasual

Avisen a mis hermanos que vayan a Galilea allí me verán Vigilia Pasual

Evangelio según San Mateo 28,1-10

Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro. De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Angel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos.

El Angel dijo a las mujeres: No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba, y vayan en seguida a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán. Esto es lo que tenía que decirles. Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos.

De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: Alégrense. Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él. Y Jesús les dijo: No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán.

Comentario del Evangelio

Para los cristianos la mañana de Pascua representa el primer amanecer del mundo, la primera mañana, el primer día, la recreación de la historia. Estos dos mil años de cristianismo acontecen en una mañana. No somos el crepúsculo, no somos pos-cristianos, como a veces el desánimo nos lleva a pensar. Somos todavía los de la primera mañana. Nuestra vida cabe entera en la primera mañana de Pascua. Todavía es madrugada y cada uno de nosotros, lleno de temor y alegría como los primeros discípulos, vamos corriendo en dirección al sepulcro. Esta es la historia de nuestra fe, marcada por ese acontecimiento central que es la Resurrección de Cristo, promesa de nuestra resurrección.

Lecturas del día

Carta de san Pablo a los cristianos de Roma 6, 3-11

Hermanos: ¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva. Porque si nos hemos identificado con Cristo por una muerte semejante a la suya, también nos identificaremos con Él en la resurrección.

Comprendámoslo: nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Él, para que fuera destruido este cuerpo de pecado, y así dejáramos de ser esclavos del pecado. Porque el que está muerto, no debe nada al pecado. Pero si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él. Sabemos que Cristo, después de resucitar, no muere más, porque la muerte ya no tiene poder sobre Él. Al morir, Él murió al pecado, una vez por todas; y ahora que vive, vive para Dios. Así también ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.

Salmo 117, 1-2. 16-17. 22-23

¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor!

Que lo diga el pueblo de Israel: ¡es eterno su amor!

La mano del Señor es sublime, la mano del Señor hace proezas.

No, no moriré: viviré para publicar lo que hizo el Señor.

La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular.

Esto ha sido hecho por el Señor y es admirable a nuestros ojos.

Enseñanza de San Buenaventura (1221-1274)    Triunfó de la muerte

A la aurora del tercer día de sagrado reposo en el sepulcro (…) el poder y Sabiduría de Dios, Cristo, habiendo abatido al autor de la muerte, triunfó sobre la muerte. Nos abrió el acceso a la eternidad y resucitó de entre los muertos por su poder divino para indicarnos el camino de la vida.

De pronto se produjo un gran temblor de tierra: el Ángel del Señor bajó del cielo (cf. Mt 28,2), vestido de blanco, rápido como el rayo. Se mostró manso con los buenos y severo con los malos. Asustó a los crueles soldados y dio confianza a las temerosas mujeres, a quienes el Señor resucitado apareció primero, ya que lo merecían por su vivo sentimiento de afecto. Después se apareció a Pedro (cf.1 Cor 15,5) y a otros discípulos en ruta hacia Emaús (cf. Lc 24,13), luego a los apóstoles sin Tomás (cf. Jn 20,19). Cuando ofreció a Tomás de tocarlo, él respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28). Durante cuarenta días se apareció de diversas formas a los discípulos (cf. Hech 1,3), comiendo y bebiendo con ellos.

Iluminó nuestra fe con pruebas, eleva nuestra esperanza con promesas, inflama con dones celestes nuestro amor.

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