Acudían grandes multitudes pero Él se retiraba a lugares desiertos para orar

Acudían grandes multitudes pero Él se retiraba a lugares desiertos para orar

Evangelio según san Lucas 5, 12-16

Mientras Jesús estaba en una ciudad, se presentó un hombre cubierto de lepra. Al ver a Jesús, se postró ante Él y le rogó: Señor, si quieres, puedes purificarme. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: Lo quiero, queda purificado. Y al instante la lepra desapareció. Él le ordenó que no se lo dijera a nadie, pero añadió: Ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio. Su fama se extendía cada vez más y acudían grandes multitudes para escucharlo y hacerse sanar de sus enfermedades. Pero Él se retiraba a lugares desiertos para orar.

Comentario del Evangelio

Es necesario tener en cuenta de que el enfermo en cuestión, es un leproso que tenían en el pueblo de Israel un significado muy diferente al que tienen entre nosotros. La persona afectada era considerada impura. La pureza era la cualidad que se necesitaba para estar en contacto con el resto de la comunidad y con lo sagrado. No poder asistir al acto religioso era como la máxima de las exclusiones. Era como estar olvidado por Dios, apartado de su presencia y de su mirada. Por eso, Jesús le dice que vaya a presentarse al sacerdote porque ya está curado y puede ser incorporado a la religión y a la sociedad. En el contacto con Jesús, El nos purifica. Tenemos que dejarnos tocar por Jesús para que nos lleve al Reino de Dios porque sólo Jesús es capaz de realizar la reconciliación y por eso se acerca a nosotros para que que nosotros caminemos hacia el Reino.
Hoy nos preguntamos:

¿Nos dejamos tocar por Jesús?
¿Acogemos a Jesús en nuestras vidas con la fe del leproso?
¿Nuestros actos en la vida son solamente de pureza o ellos nos alejan de Dios?

Lecturas del día

Lectura de la primera carta de san Juan 5, 5-13

Hijos míos: ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Jesucristo vino por el agua y por la sangre; no solamente con el agua, sino con el agua y con la sangre. Y el Espíritu da testimonio porque el Espíritu es la verdad. Son tres los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo. Si damos fe al testimonio de los hombres, con mayor razón tenemos que aceptar el testimonio de Dios. Y Dios ha dado testimonio de su Hijo.

El que cree en el Hijo de Dios tiene en su corazón el testimonio de Dios. El que no cree a Dios lo hace pasar por mentiroso, porque no cree en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. Y el testimonio es éste: Dios nos dio la Vida eterna, y esa Vida está en su Hijo. El que está unido al Hijo, tiene la Vida; el que no lo está, no tiene la Vida. Les he escrito estas cosas, a ustedes que creen en el Nombre del Hijo de Dios, para que sepan que tienen la Vida eterna.

Salmo 147, 12-15. 19-20

¡Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión!
Él reforzó los cerrojos de tus puertas y bendijo a tus hijos dentro de ti.
Glorifica al Señor, Jerusalén

Él asegura la paz en tus fronteras y te sacia con lo mejor del trigo.
Envía su mensaje a la tierra, su palabra corre velozmente.
Glorifica al Señor, Jerusalén

Revela su palabra a Jacob, sus preceptos y mandatos a Israel:
a ningún otro pueblo trató así ni le dio a conocer sus mandamientos.
Glorifica al Señor, Jerusalén

Enseñanza de san Gregorio de Nisa (c. 335-395) La primavera espiritual

La naturaleza humana, petrificada por el culto de los ídolos y congelada por el hielo del paganismo, había perdido su agilidad hacia el bien. Por eso el sol de justicia se levanta sobre ese riguroso invierno y lleva la primavera. Al mismo tiempo que los rayos suben al Oriente, el viento del sud hace fundir ese hielo, calentando toda la masa para que el hombre petrificado por el frío sea penetrado de calor por el Espíritu, se funda bajo los rayos del Verbo y sea de nuevo fuente que brota para la vida eterna. “Hace soplar su viento y corren las aguas” (Sal 147,18). El Bautista lo proclamaba abiertamente a los judíos, al decir que las piedras se levantarían para devenir hijos del Patriarca (cf. Mt 3,9), imitando su virtud.

He aquí lo que la Iglesia aprende del Verbo cuando recibe el resplandor de la verdad, por las ventanas de los profetas y el entramado de la Ley, cuando el muro de la doctrina y sus figuras permanece (Ct 2,9). Muestra sombras de las cosas futuras, pero no la imagen de las realidades. Detrás de la Ley está la verdad que sigue a la figura. Por los profetas, ella hace brillar al Verbo para la Iglesia, luego la revelación del Evangelio disipa el espectáculo de las sombras de las figuras. Ella “derriba el muro que los separaba” (Ef 2,14) y el espacio de la casa es invadido por esta luz celeste. No será desde entonces necesario recibir la luz por las ventanas, porque la verdadera luz ilumina todo lo que está en el interior de los rayos del Evangelio.

Por eso el Verbo, que endereza a los que están acabados, grita a la Iglesia a través de las ventanas: ¡Levántate de tu caída! Tú que habías resbalado hacia la boca del pecado, habías sido encadenada por la serpiente, caído a tierra y a quien la desobediencia llevó a la caída. ¡Levántate!

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