Evangelio según san Marcos 3,1-6
En aquel tiempo, Jesús entró otra vez en la sinagoga y había allí un hombre que tenía una mano paralizada. Lo estaban observando, para ver si lo curaba en sábado y acusarlo. Entonces le dice al hombre que tenía la mano paralizada: «Levántate y ponte ahí en medio». Y a ellos les pregunta: «¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?». Ellos callaban. Echando en torno una mirada de ira y dolido por la dureza de su corazón, dice al hombre: «Extiende la mano». La extendió y su mano quedó restablecida.
En cuanto salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos para acabar con él.
Reflexión del Evangelio
En los Evangelios, muchas páginas hablan de los encuentros de Jesús con los enfermos y su compromiso por sanarlos. Se presenta públicamente como un luchador contra la enfermedad y que ha venido para sanar al hombre de todo mal. El mal del espíritu y el mal del cuerpo. La debilidad y el sufrimiento de nuestros afectos más queridos y más sagrados, pueden ser, para nuestros hijos y nuestros nietos, una escuela de vida, -educar a los hijos y los nietos a entender esta cercanía en la enfermedad en la familia- y se convierten cuando los momentos de enfermedad están acompañados por la oración y la cercanía afectuosa y atenta de los familiares. Esta proximidad cristiana, de familia a familia, es un verdadero tesoro para la parroquia; un tesoro de sabiduría, que ayuda a las familias en los momentos difíciles y hace entender el Reino de Dios mejor que muchos discursos. Son caricias de Dios. (Extracto de homilía de S.S. Francisco, 10 de junio de 2015).
Lecturas del día
Lectura de la carta a los Hebreos 7,1-3.15-17
Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, salió al encuentro de Abrahán cuando este regresaba de derrotar a los reyes, lo bendijo y recibió de Abrahán el diezmo del botín. Su nombre significa, en primer lugar, Rey de Justicia, y, después, Rey de Salén, es decir, Rey de Paz. Sin padre, sin madre, sin genealogía; no se menciona el principio de sus días ni el fin de su vida. En virtud de esta semejanza con el Hijo de Dios, es sacerdote perpetuamente. Y esto resulta mucho más evidente si surge otro sacerdote a semejanza de Melquisedec, que no ha llegado a serlo en virtud de una legislación carnal, sino en fuerza de una vida imperecedera; pues está atestiguado:
«Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec».
Sal 109,1.2.3.4
Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec
Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies».
Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.
«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, desde el seno,
antes de la aurora».
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec».
Reflexión del Evangelio de hoy “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec”
Con un lenguaje cultual al que no estamos acostumbrados, y sin que aparezca ni una sola vez el nombre de Jesús, resulta complicado situarnos en el sentido que puede tener la mención a Melquisedec, casi un perfecto desconocido. Por un lado el autor desvincula totalmente a Jesús del sacerdocio del pueblo de Israel, ejercido por la tribu de Leví, a la que Él no pertenece. Por otro lado, le vincula con un personaje muy anterior a la propia existencia del pueblo, del que no sabemos nada, pero que adquiere relevancia porque aparece en relación con Abraham, que le entrega los diezmos del botín logrado en sus batallas y recibe su bendición. Más importante, pues, que Abraham, el padre del pueblo.
Alguien sin origen ni final conocidos, definido como sacerdote del Dios Altísimo, que le sirve para establecer un paralelismo con Jesús como el único y eterno sacerdote. La intención parece muy clara. Aunque en los versículos que hoy escuchamos no le nombre, su objetivo es dejar claro que la salvación proviene exclusivamente de Jesús. No hay sacerdocio ni mediación que salve sino la suya. De una vez y para siempre. Sólo Él.
Contemplamos la escena:
Jesús, al que le invade la ira por la dureza de corazón de sus paisanos, no cede ante el riesgo que corre. Cura al hombre de la mano paralizada. Tiene muy claro que lo que hay que hacer siempre es aquello que busca el bien y la salvación de las personas. La persona a la que Jesús cura. Alguien que, en principio, no ha pedido nada; que quizá prefería pasar desapercibido en aquel clima tenso… pero que accede a la petición de Jesús y se “expone”: Ponte ahí en medio.
De todos los que aquel día se encontraron con Jesús en la sinagoga, se diría que sólo a él le ha llegado la salvación. ¿Y nosotros? ¿queremos exponer nuestras zonas de parálisis, dejar que Jesús las toque y las sane?