El que es fiel a mi palabra no morirá jamás

El que es fiel a mi palabra no morirá jamás

Evangelio según San Juan 8,51-59

Jesús dijo a los judíos:  Les aseguro que el que es fiel a mi palabra, no morirá jamás. Los judíos le dijeron: Ahora sí estamos seguros de que estás endemoniado. Abraham murió, los profetas también, y tú dices:  El que es fiel a mi palabra, no morirá jamás. ¿Acaso eres más grande que nuestro padre Abraham, el cual murió? Los profetas también murieron. ¿Quién pretendes ser tú?. Jesús respondió: Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. Es mi Padre el que me glorifica, el mismo al que ustedes llaman nuestro Dios, y al que, sin embargo, no conocen.

Yo lo conozco y si dijera: No lo conozco, sería, como ustedes, un mentiroso. Pero yo lo conozco y soy fiel a su palabra. Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi Día: lo vio y se llenó de alegría. Los judíos le dijeron: Todavía no tienes cincuenta años ¿y has visto a Abraham? Jesús respondió: Les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy.

Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del Templo.

Comentario del Evangelio

¿Qué impidió que la generación de Jesús lo reconociera como el Mesías de Dios y qué nos impide hacerlo a nosotros? Hay tres obstáculos que dificultan la adhesión a Jesús:

1) Incapacidad para escucharle y para hacerlo hasta el final. Eso implica vencer la superficialidad de nuestra escucha intermitente y disponer el corazón para la acogida profunda de su Palabra.

2) Incapacidad para mirarle libres del condicionamiento de nuestros prejuicios. Llevamos con nosotros un conjunto de ideas ya formadas que necesitamos dejar de lado para acoger con hospitalidad sincera a Jesús.

3) Incapacidad para dar el salto de la fe. La religión se convierte fácilmente en una ideología que no deja lugar al sorprendente modo de Dios de visitar la historia.

Lecturas del  día

Libro de Génesis 17,3-9

Abrám cayó con el rostro en tierra, mientras Dios le seguía diciendo: “Esta será mi alianza contigo: tú serás el padre de una multitud de naciones. Y ya no te llamarás más Abrám: en adelante tu nombre será Abraham, para indicar que yo te he constituido padre de una multitud de naciones. Te haré extraordinariamente fecundo: de ti suscitaré naciones, y de ti nacerán reyes. Estableceré mi alianza contigo y con tu descendencia a través de las generaciones.

Mi alianza será una alianza eterna, y así yo seré tu Dios y el de tus descendientes. Yo te daré en posesión perpetua, a ti y a tus descendientes, toda la tierra de Canaán, esa tierra donde ahora resides como extranjero, y yo seré su Dios”. Después, Dios dijo a Abraham: “Tú, por tu parte, serás fiel a mi alianza; tú, y también tus descendientes, a lo largo de las generaciones.”

Salmo 105(104),4-5.6-7.8-9

¡Recurran al Señor y a su poder,
busquen constantemente su rostro;
recuerden las maravillas que él obró,
sus portentos y los juicios de su boca!

Descendientes de Abraham, su servidor,
hijos de Jacob, su elegido:
el Señor es nuestro Dios,
en toda la tierra rigen sus decretos.

El se acuerda eternamente de su alianza,
de la palabra que dio por mil generaciones,
del pacto que selló con Abraham,
del juramento que hizo a Isaac.

Del libro de Santa Gertrudis de Helfta (1256-1301)   Ofrezcamos al Señor el testimonio de nuestro amor

Cuando se leía en el evangelio “Estás endemoniado” (Jn 8,52), Gertrudis, conmovida hasta el fondo de sus entrañas por la injuria hecha a su Señor, no podía soportar que el bien-amado de su alma escuchara ultrajes tan inmerecidos. De lo más profundo de su corazón le decía, como compensación, palabras de ternura: (…) “¡Jesús tan amado! ¡Tú, mi suprema y única salvación!”

Su amado, queriendo en su bondad recompensarla como siempre de manera sobreabundante, le tomó el mentón con su mano bendita y se inclinó hacia ella con ternura. Dejó caer estas palabras en los oídos de su alma, con un murmullo infinitamente suave: “Yo, tu Creador, tu Redentor y amante, te busqué al precio de mi felicidad, a través de las angustias de la muerte”. (…)

Esforcémonos entonces, con todo el ardor de nuestro corazón y nuestra alma, a ofrecer al Señor un testimonio de amor cada vez que escuchamos que se le dirige una injuria. Si no podemos hacerlo con fervor, ofrezcamos al menos la voluntad y anhelo de fervor. Ofrezcamos también el deseo y amor de las criaturas hacia Dios, teniendo confianza en su generosa bondad. Él no despreciará la modesta ofrenda de sus pobres, sino que la aceptará y recompensará más allá de nuestros méritos, según la riqueza de su misericordia y ternura.

 

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