Un día san Pablo fue a la ciudad de Éfeso y preguntó a los fieles: “¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe? Ellos respondieron: Ni siquiera hemos oído hablar de que exista un Espíritu Santo” (Hech 19,2).
En cierta ocasión se encontraba una maestra en clase de religión con sus alumnos de tercero de primaria. Y les pregunta: – “Quién de ustedes me sabe decir quién es la Santísima Trinidad?” Y uno de los niños, el más despierto, grita: – “¡Yo, maestra! La Santísima Trinidad son el Padre, el Hijo ¡y… la Paloma!”
Para cuántos de nosotros el Espíritu Santo es precisamente eso:¡una paloma! De esa forma descendió sobre Jesús el día de su bautismo en el Jordán y así se le ha representado muchas veces en el arte sagrado. Pero el Espíritu Santo no es una paloma y conocemos tan poco de EL.
Así como el cuerpo sin el alma es un cadáver, el hombre sin el Espíritu Santo está muerto en vida y se corrompe. Por eso, en la profesión de fe, decimos que “creemos en el Espíritu Santo, que es Señor y Dador de vida”. “Nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre”.
El Espíritu Santo es Dios que vive en nosotros. San Pablo nos dice:
¿No saben que son templos de Dios y que el Espíritu Santo habita dentro de ustedes? (1ª Cor 3,16).
Dios se dona a los seres humanos. Se encarna y se hace hombre para que nuestra naturaleza sea exaltada y Dios pueda habitar en nosotros.
El Espíritu Santo que vive en nosotros nos lleva a Jesús para que solo por medio de EL, nos encontremos con el Padre Celestial.
Ya no buscamos a Dios en el cielo sino lo buscamos en nuestro corazón y por eso tenemos que mirar la tierra desde el cielo, para poder vivir el inmenso amor que nuestro Padre celestial nos tiene.
Podríamos decir tantas cosas del Espíritu Santo y nunca acabaríamos. Pero lo más importante no es saber mucho, sino dejar que Él viva realmente dentro de nosotros.
Pero para que Dios viva en nosotros tenemos que reconocer que Jesús es el único Señor de nuestra vida y todo los demás debe estar sujeto a este señorío porque nadie puede decir:
Jesús es Señor, si no está movido por el Espíritu Santo (1ª Cor 12,3).
Ser templos de Dios es dejarse conducir en la vida diaria por el Espíritu Santo y ser capaces de consultar con EL las decisiones de nuestra vida para poder empezar a decir, como los primeros cristianos:
“El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido”. (Hech 15,28)
Dejemos de ver al Espíritu Santo como la imagen de una paloma que tenemos enjaulada en nuestro cuerpo y permitámosle a Dios ser Dios, el Dios de Jesús, el Dios de nuestra vida.
El Espíritu Santo nos da la vida, nos santifica, nos vivifica, y nos llena de sus dones para servir a los demás.
“Que la gloria sea para Dios Padre, y para el Hijo, de entre los muertos Resucitado, y para el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, por los siglos de los siglos Amén”.
Luis Alberto Lopez diplomado en Teologia PUC